Jaime miraba a través de la ventana del tren. Intentaba detener sus ojos en algún punto del horizonte, pero la velocidad del ferrocarril se lo impedía. Se encontraba de pié, apoyando su cabeza contra el cristal. Con el traqueteo, su rostro rebotaba una y otra vez. Cerró los ojos. Quiso imaginar. Apoyó sus manos en la parte inferior del ventanal, como si quisiera empujarlo con fuerza y salir disparado de la cabina. Al cabo de unos segundos, ocupó de nuevo su asiento. Había dejado en él una novela de Pérez Reverte. Le encantaban las novelas de aventuras, y Alatriste era uno de sus personajes favoritos. Y tristeza, era lo que su corazón sentía. Habíase marchado de su tierra, de sus recuerdos, de las clases en el colegio, del campo de juegos, de lo que era su vida hasta ese instante. No era fácil coger el petate, arrimarlo al hombro, y sin mirar atrás, andar por un sendero jamás descubierto. Era salir del cascarón en el que se encontraba cómodo, seguro. Había intentado postergar su salida en muchas ocasiones, pero sabía con certeza, que una de ellas, le llevarían fuera de su feudo adolescente.
Cuando salió de casa, no quiso volver la mirada. Sabía que su madre lloraba, aunque intentaba que no se notara. Su padre, ni siquiera había querido despedirlo. Lazos fuertes, que no quería romper ni resquebrajar. No tenía hermanos. Siempre había añorado tener algún compañero de juegos. Incluso una hermanita hubiera estado bien. Sin embargo lo que más dolía en su corazón por marchar, tenía por nombre Lucía.
Se conocían desde muy pequeños, y con la edad y el paso del tiempo, habían forjado una amistad a prueba de tempestades. Al salir de clase, todos los días, iban juntos a casa; corrían calle arriba en busca de la merienda que les esperaba en la mesa. La felicidad vivía siempre en sus ojos. La mirada sencilla, limpia y feliz de dos niños que jugaban a ser los dueños de toda la comarca. Aunque el destino les tenía preparada una ingrata sorpresa. Uno de tantos días, mientras corrían y jugaban cerca de los campos de maiz, Lucía tropezó y cayó al suelo. Jaime pensó que se trataba de una jugarreta de su amiga, y no le dio mayor importancia. Sin embargo, al pasar los minutos y comprobar que Lucía no seguía jugando, fue en su busca. Encontró a la chica tendida en el suelo, sin sentido. Gritó con todas sus fuerzas, y uno de los vecinos corrió a socorrerlos...
Lucía quedó en una silla de ruedas para siempre. Jaime, al principio, no supo encajarlo. No quería ir a verla, ni estar con ella; ni siquiera hablar un poco a través de la ventana de la habitación de su gran amiga. Le costó muchísimo comprender lo que la vida le estaba ofreciendo. Un día, armado de valor, fue a verla. La encontró en su habitación, leyendo un libro de aspecto antiguo. Tocó con los nudillos, y pasó dentro, con los ojos cerrados. Lucía estaba preciosa: su rostro desprendía paz, y de sus ojos, brotaba una luz intensa. Cuando Jaime alzó la mirada y observó a Lucía, todo cambió. Corrió hacia ella y los dos se fundieron en un interminable abrazo. Desde ese día, Jaime iba a ver a Lucía todos los días. Pasaba horas y horas con ella, mientras le leía libros, le explicaba lo que habían visto en clase, sus nuevos amigos de juegos... Y así pasaron los años. Jaime terminó por enamorarse locamente de Lucía. Sus corazón se aceleraba siempre que estaba con ella. Con solo verla, era feliz. No le pedía más a la vida. Ella era su mundo, y no le importaba nada más. Solo ella. Ella. Lucía.
Nunca volvió a escuchar su voz. La tarde antes de su partida, fue a verla como siempre. No tuvo la fuerza ni el coraje necesarios para decirle la verdad. Se marchaba. No quería, pero su nuevo destino aguardaba en silencio. Con diecinueve años, la vida sigue siendo un misterio. Cuerpo de hombre y miedos de chiquillo. La besó en la mejilla e intentó quedarse con su olor a jazmín para siempre. Cerró los ojos y suspiró...
El tren continuaba su andadura con parsimonia, como queriendo urgar en la herida abierta en el corazón de Jaime. Tomó el libro de Alatriste en sus manos. Pertenecía a Lucía. Lo abrió lentamente, y un pétalo de rosa seco, cayó al suelo. Jaime lo recogió con sumo cuidado. Lo acercó a sus labios. Una lágrima se deslizó suavemente por su mejilla. Lo volvió a colocar donde lo encontró. Al pasar la página, había un garabato que conocía bien. Era el dibujo preferido de Lucía. Se trataba de un monigote sin manos y con una gran sonrisa. Precisamente una sonrisa, fue lo que esbozó Jaime al verlo. Pasó otra página. Lo que vio le dio un vuelco el corazón. Escrito en color rojo púrpura se podía leer: "te quiero"...
Cuentan los vecinos del lugar, que cuando el tren partió de la estación, una voz dulce de mujer se escuchó en el viento...
1 comentario:
Muchas felicidades por este espacio y por tu Santo.
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