martes, 20 de febrero de 2007

No es una quimera

Vivimos tan inmersos en nuestro mundo interior y alrededores, que somos incapaces de cerciorarnos de lo que ocurre tras el borde exterior de nuestro yo personal. Tenemos tan bien fijados nuestros objetivos y nuestros quehaceres diarios, que salirnos del guión nos supone cierto grado de irritabilidad e inconsistencia. Es una lucha absurda y sin sentido. Si lo realmente excitante es volver a escribir cada día en una lengua, aprendiendo a construir edificios de palabras en un idioma diferente. Intentar que cada día no se parezca al anterior, no es una quimera. Y abrir de paso nuestra burbuja al aire fresco, una necesidad.
Hace tiempo que dejé olvidada a un lado del camino una historia que, por torpeza, me llevaba de la mano hasta los últimos capítulos. Cuando realmente, a corazón abierto, estaba en el prólogo, o quizá en el preámbulo de una novela larga y llena de situaciones inverosímiles.
Aparté lo que me unía a la trama, y me alojé en casa de la melancolía, sin pagar renta y con unos vecinos desdeñables. Y por supuesto, ella. Muchas veces olvidé la llave que abría mi cuarto. Nunca me atreví a pedir ayuda. Preferí dar la vuelta y entrar por la ventana, que siempre dejaba entreabierta, con el deseo y el pensamiento de encontrarme de bruces con mi historia cara a cara. Había soñado con ese encuentro miles de veces. Siempre la misma escena: me acercaba al escritorio, cogía la pluma, un poco de tinta negra, y esbozaba garabatos a modo de letras y números que parecían no tener sentido. Pero escribía. Tenía la certeza de estar haciendo lo que me dictaba el alma. Todas las mañanas el mismo sueño, los mismos protagonistas, idénticos trazos de tinta sobre el papel. Y nada más. Faltaba algo.
En ocasiones estuve tentado de salir en su busca; incluso salí de mi habitación al rellano del pasillo. Me quedé delante de su puerta con el puño cerrado y dispuesto a golpear en la madera. En todas ellas me volvía a casa arrepentido. ¿Por qué? Ese interrogante martillea sin cesar en mi cabeza. Yo mismo creaba un mundo paralelo cubierto de excusas sin sentido. Y me aferraba a él como mi único tesoro. Buscar la explicación a una situación inexplicable es tarea más que imposible. Ir más allá de mis excusas baratas significaba solicitar clemencia y pedir perdón. No estaba preparado para olvidar cada minuto de vida que voló sobre mi corazón angustiado. Pero era necesario dejar que las promesas escaparan río abajo, y aferrarme con todas mis fuerzas a una nueva oportunidad.
Esa tarde, al volver a casa, todo se encontraba el mismo lugar. La ventaba entreabierta, el escritorio preparado, la tinta en el frasco antiguo. Busqué en el armario el pantalón y la camisa de los domingos. Quería estar preparado. Un toque de perfume. Bien peinado, aunque con barba de tres días. Me armé de valor y salí al rellano de la escalera. Mi corazón latía con fuerza. Serenidad transformada en impaciencia. A dos palmos de mi destino. Cerré la mano. Lentamente, la acerqué a su puerta. Apreté los ojos. Miles de destellos fugaces sobrevolaron mi cabeza. Sentía la cercanía de mi destino. Lo tenía delante de mí. Solo era cuestión de hacer lo correcto. Lo que perseguía con desesperación estaba detrás de esa puerta. Posé la mano en la madera e hice el gesto para llamar. Al volver la mano atrás para impulsarla hacia la puerta, un chasquido hizo que abriera los ojos. La puerta se abrió delante de mi. Recuerdo luz. Una luz tenue pero infinitamente brillante. Me atreví a pasar al interior. Nervios. Allí estaba. Sentada en su sillón. Reclinada hacia atrás, con una sonrisa en los labios. Corrí a su lado con lágrimas en los ojos. Lo siento, esbocé tímidamente. Me envolvió con su mirada. No recuerdo nada más.
Ahora me encuentro delante de mi escritorio, con la pluma entre mis dedos, con la cabeza alta, y una cita a las ocho. Y lo más importante: unidos de la mano vamos escribiendo la historia...
Busqué la Luna Clara, abracé la Angustia de la vida, y quise ser como Ricardo Corazón de León.

miércoles, 14 de febrero de 2007

14 de febrero, San Valentín

San Valentín. ¡Menudo invento comercial! Si todo el mundo conociera o conociese el verdadero sentido del llamado Día Internacional del Amor, es posible que dejara de ser un mercadillo de ventas al por mayor, en el que todos, de alguna u otra manera, somos arrastrados por esa versión humana tan consumista.
Si Valentín levantara la cabeza, como diría algún castizo... Cerraría los ojos aterrado al comprobar en lo que se ha convertido algo por lo que fue condenado a muerte hace muchos siglos. Murió por sus ideas; murió por Amor. Hoy, desgraciadamente, nos encontramos con la más horrible contraposición: la violencia de género. Imposible entender que se mate por amor. Hay tanta diferencia entre morir por amor, y hacer daño supuestamente por él...
Siglos atrás, donde la preeminencia del Emperador romano, era más que un hecho constatable, se dictó un decreto tan absurdo como ineficaz, como se pudo comprobar posteriormente. Claudio II, ordenó que todos los hombres jóvenes solteros serían más eficaces sirviendo al Imperio en los frentes de batalla abiertos, que enamorándose de mujeres jóvenes y acabando en un feliz matrimonio. De esa manera, miles de jóvenes eran obligados a enrolarse en un mundo totalmente opuesto al que soñaban junto a su amada. Sin embargo, gracias a Dios, siempre hubo alguien dispuesto a enfrentarse a la injusticia imperial.
Y no fue un hombre cualquiera. Fue un sacerdote romano, llamado Valentín, el que osó rebelarse ante el poder establecido e intentar ser justo ante semejante injusticia. Se puso en manos de Dios, y empezó con su ardua tarea. Clandestinamente, a espaldas de las instituciones, comenzó a realizar matrimonios entre parejas de jóvenes amantes, para que el chico pudiera acreditar fehacientemente su condición de esposo. Era ilegal que los jóvenes de cierta edad contrajeran el vínculo del matrimonio, pero Valentín sabía a ciencia cierta, que su nueva condición, les eximiría de tener que separarse. Eran bodas ilegales en la forma, pero revestidas de legalidad in facto. Fueron muchos los jóvenes que utilizaron esta vía para escapar de la milicia y poder optar a formar una familia junto a su amada.
Sin embargo, el poderoso emperador, contaba con oídos en todos los rincones de Roma, y fue informado de las licencias que se permitía adoptar este cura antisistema. Sin perder un segundo, ordenó la caza y captura de Valentín, hasta que dio con sus huesos en el calabozo.
Esta ha sido la explicación más extendida de la historia. Sin embargo, contiene una segunda parte más romántica aún.
Antes de que Valentín fuera condenado a muerte, pasó algún tiempo entre rejas. Durante este período, largo y tortuoso, el sacerdote recibía la visita de una jovencita en edad de merecer. Con regularidad, esta joven le llevaba la comida a la celda, y charlaba con Valentín acerca del amor y otros asuntos. Con el paso de los días, Valentín cayó profundamente enamorado de la chica. De rodillas y con un crucifijo en la mano, oraba a Dios pidiéndole que apartara de él ese cáliz. Sin embargo, el amor humano que manaba de su corazón era tan fuerte y real como su condición de preso. Nunca proclamó su amor por esta joven.
Días antes de morir, decidió escribir una carta de despedida. En ella le abrió su corazón, y le expresó con palabras lo que no pudo decirle con sus labios. Al final de la carta, se despidió diciendo: "de tu Valentín..."
Es una historia en la que podemos creer o no creer. Es posible que sucediera, y que a lo largo de los siglos se haya mantenido la tradición oral y escrita de la misma.
Para mí tiene un significado especial. Cuando uno ama, lo hace en muchas ocasiones en contra de muchas adversidades. Y ama sabiendo de la dificultad que ello supone. Pero el amor es más fuerte que el raciocinio. Y ama sin pensar, con los ojos abiertos, con la mirada limpia y serena, con las manos abiertas, con una sonrisa en los labios, con impaciencia, con locura, con sosiego y altanería, en secreto, a la luz del día y al abrigo de la madrugada, acurrucado en la luna y abrazado por los primeros rayos de sol de la mañana. El corazón se acelera. Pálpito indescifrable al contemplar a la persona amada. Por ella lo darías todo, harías lo que fuera necesario. Incluso morir, como Valentín. Por defender el amor libre y sin tapujos de los jóvenes romanos hace muchos años.
Que el amor de Dios invada nuestros corazones, y nos permita Amar. Dejemos que el corazón nos lleve por el sendero de la felicidad, y que nos permita salvar todos aquellos obstáculos que se nos presentarán en el camino.
Donde el corazón me lleve, allí estaré.

lunes, 12 de febrero de 2007

Cuántas veces

Cuántas veces he querido echar la mirada atrás y recuperar ese momento de incalculable valor. Cuántas veces he cerrado los ojos y he sabido transportar mis emociones a lugares que no termino de reconocer. Cuántas veces he dicho una palabra sin sentido original y se han clavado como un puñal recién afilado. Cuántas veces he pensado que la mejor opción ante las cosas de la vida es siempre la mía. Cuántas veces he ignorado la verdad que paseaba ante mis ojos, y he optado por una pseudo realidad a mi gusto. Cuántas veces he intentado sobresalir por encima de mis posibilidades, cuando realmente no me llegaban los pies al suelo. Cuántas veces he hecho oídos sordos ante palabras de amor que brotaban de alguien a mi lado. Cuántas veces quise completar un puzzle en soledad, mientras cada parte de él caía de mis manos temblorosas. Cuántas veces he susurrado "no" a cada pregunta planteada, cuestionando mi propia realidad. Cuántas veces opté por la decisión más fácil, aunque el camino me condujera a una calle sin salida. Cuántas veces no supe ver más allá de mis ojos, centrándome en la lejanía de un mar en calma. Cuántas veces me volví de espaldas frente a la verdad que me perseguía con la guadaña lista y preparada. Cuántas veces eché de menos una sonrisa amable, y no fui capaz de tragar saliva e ir en su busca. Cuántas veces ignoré al amor, y me dediqué por completo al egoísmo flagrante. Cuántas veces... Cuántas veces...
Gracias a Dios, que me da la oportunidad de empezar de nuevo cada día.

viernes, 2 de febrero de 2007

Un pétalo de rosa

Jaime miraba a través de la ventana del tren. Intentaba detener sus ojos en algún punto del horizonte, pero la velocidad del ferrocarril se lo impedía. Se encontraba de pié, apoyando su cabeza contra el cristal. Con el traqueteo, su rostro rebotaba una y otra vez. Cerró los ojos. Quiso imaginar. Apoyó sus manos en la parte inferior del ventanal, como si quisiera empujarlo con fuerza y salir disparado de la cabina. Al cabo de unos segundos, ocupó de nuevo su asiento. Había dejado en él una novela de Pérez Reverte. Le encantaban las novelas de aventuras, y Alatriste era uno de sus personajes favoritos. Y tristeza, era lo que su corazón sentía. Habíase marchado de su tierra, de sus recuerdos, de las clases en el colegio, del campo de juegos, de lo que era su vida hasta ese instante. No era fácil coger el petate, arrimarlo al hombro, y sin mirar atrás, andar por un sendero jamás descubierto. Era salir del cascarón en el que se encontraba cómodo, seguro. Había intentado postergar su salida en muchas ocasiones, pero sabía con certeza, que una de ellas, le llevarían fuera de su feudo adolescente.
Cuando salió de casa, no quiso volver la mirada. Sabía que su madre lloraba, aunque intentaba que no se notara. Su padre, ni siquiera había querido despedirlo. Lazos fuertes, que no quería romper ni resquebrajar. No tenía hermanos. Siempre había añorado tener algún compañero de juegos. Incluso una hermanita hubiera estado bien. Sin embargo lo que más dolía en su corazón por marchar, tenía por nombre Lucía.
Se conocían desde muy pequeños, y con la edad y el paso del tiempo, habían forjado una amistad a prueba de tempestades. Al salir de clase, todos los días, iban juntos a casa; corrían calle arriba en busca de la merienda que les esperaba en la mesa. La felicidad vivía siempre en sus ojos. La mirada sencilla, limpia y feliz de dos niños que jugaban a ser los dueños de toda la comarca. Aunque el destino les tenía preparada una ingrata sorpresa. Uno de tantos días, mientras corrían y jugaban cerca de los campos de maiz, Lucía tropezó y cayó al suelo. Jaime pensó que se trataba de una jugarreta de su amiga, y no le dio mayor importancia. Sin embargo, al pasar los minutos y comprobar que Lucía no seguía jugando, fue en su busca. Encontró a la chica tendida en el suelo, sin sentido. Gritó con todas sus fuerzas, y uno de los vecinos corrió a socorrerlos...
Lucía quedó en una silla de ruedas para siempre. Jaime, al principio, no supo encajarlo. No quería ir a verla, ni estar con ella; ni siquiera hablar un poco a través de la ventana de la habitación de su gran amiga. Le costó muchísimo comprender lo que la vida le estaba ofreciendo. Un día, armado de valor, fue a verla. La encontró en su habitación, leyendo un libro de aspecto antiguo. Tocó con los nudillos, y pasó dentro, con los ojos cerrados. Lucía estaba preciosa: su rostro desprendía paz, y de sus ojos, brotaba una luz intensa. Cuando Jaime alzó la mirada y observó a Lucía, todo cambió. Corrió hacia ella y los dos se fundieron en un interminable abrazo. Desde ese día, Jaime iba a ver a Lucía todos los días. Pasaba horas y horas con ella, mientras le leía libros, le explicaba lo que habían visto en clase, sus nuevos amigos de juegos... Y así pasaron los años. Jaime terminó por enamorarse locamente de Lucía. Sus corazón se aceleraba siempre que estaba con ella. Con solo verla, era feliz. No le pedía más a la vida. Ella era su mundo, y no le importaba nada más. Solo ella. Ella. Lucía.
Nunca volvió a escuchar su voz. La tarde antes de su partida, fue a verla como siempre. No tuvo la fuerza ni el coraje necesarios para decirle la verdad. Se marchaba. No quería, pero su nuevo destino aguardaba en silencio. Con diecinueve años, la vida sigue siendo un misterio. Cuerpo de hombre y miedos de chiquillo. La besó en la mejilla e intentó quedarse con su olor a jazmín para siempre. Cerró los ojos y suspiró...
El tren continuaba su andadura con parsimonia, como queriendo urgar en la herida abierta en el corazón de Jaime. Tomó el libro de Alatriste en sus manos. Pertenecía a Lucía. Lo abrió lentamente, y un pétalo de rosa seco, cayó al suelo. Jaime lo recogió con sumo cuidado. Lo acercó a sus labios. Una lágrima se deslizó suavemente por su mejilla. Lo volvió a colocar donde lo encontró. Al pasar la página, había un garabato que conocía bien. Era el dibujo preferido de Lucía. Se trataba de un monigote sin manos y con una gran sonrisa. Precisamente una sonrisa, fue lo que esbozó Jaime al verlo. Pasó otra página. Lo que vio le dio un vuelco el corazón. Escrito en color rojo púrpura se podía leer: "te quiero"...
Cuentan los vecinos del lugar, que cuando el tren partió de la estación, una voz dulce de mujer se escuchó en el viento...