miércoles, 31 de enero de 2007

A vuelta con las palabras

Cristina salió de casa con lágrimas en los ojos. No era capaz de asimilar con rapidez y audacia lo que estaba ocurriendo. Un sentimiento de vacío invadió por completo su corazón. No podía ser. A ella no. ¿Por qué?. ¿Qué le había hecho ella a la vida?... Andaba sin rumbo fijo, a la deriva, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Hacía frío. Su respiración desprendía un vaho lleno de tristeza, que se mezclaba a partes iguales con la niebla gris de la mañana.
Había dejado a sus padres discutiendo en casa. No era la primera vez. No. Era una constante verlos enzarzarse en una guerra absurda de palabras malsonantes e hirientes. Perdían los papeles con demasiada facilidad, y no eran capaces después de organizar una cruzada infinita en busca del sosiego, la tranquilidad y las buenas formas.
Todas las ocasiones en las que se batían en duelo, generaban irremediablemente un estupor y un miedo insuperable en Cristina. Y lo peor de todo es que lo sabían. Conocían con certeza que la niña sufría. Y sufría mucho. Demasiado para una niña de catorce años, inmersa en un mundo adolescente donde no tenía claro su lugar.
Cristina necesitaba hablar. Pero no sabía quién sería la persona adecuada para contarle los secretos de su alma. Tenía que ser alguien especial. Alguien con la que poder compartir sin miedo y sin tapujos una mirada desconsolada, o un abrazo silencioso, o quizá un llanto interminable. Tenía amigas, pero desconfiaba de casi todas ellas. A esa edad lo normal es tener cientos de amigos. Pero no lo es tanto contar con esa persona tan afin a tí, que no sea necesario cruzar palabra alguna para descubrir el argumento de unos ojos de donde brotaba tristeza y desesperación.
Al cruzar la esquina, Cristina se percató que estaba delante de la casa de su amiga Raquel. Alzó la vista y observó que la persiana de su habitación estaba levantada. Se quedó mirando aquella ventana como si viera en ella su única esperanza. Mientras posaba su mirada en ella, Raquel asomó por la misma. Miró hacia abajo, y descubrió a Cristina, agazapada al lado de buzón de correos. Gritó su nombre al viento. Cristina lo escuchó. Con un gesto inconfundible, Raquel la invitó a pasar a casa. Cruzó la calle sin mirar, absorta en su mundo interior, y se acercó a la puerta de entrada. Al principio, no pudo levantar la cabeza. Se sentía humillada. No era capaz de interiorizar lo que le estaba sucediendo. Raquel se acercó lentamente. Muy despacio. Parecía no querer hacer ruido para no despertar en Cristina algo que no conocía. Solo puso sus dedos en el mentón de su amiga, y dulcemente, con un empujoncito, levantó el rostro de Cristina.
Al primer contacto directo con su mirada le invadió por completo un sentimiento de desesperación. Como si de algo contagioso se tratara, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. No, no puedo llorar, se decía. En silencio, las dos entraron en la casa. Sin mediar palabra ascendieron las escaleras, y subieron a la planta superior. Al girar a la izquierda, se encontraba la habitación de Raquel. Abrió la puerta, y las dos entraron en el cuarto. Se sentaron en la cama, una al lado de la otra. Ni una sola palabra brotó de sus labios. Raquel, que no sabía exactamente lo que ocurría, se encontraba medio paralizada. Temía realizar alguna acción que supusiera más dolor e intranquilidad a su amiga. Cristina permanecía inmóvil, con lágrimas en su mejilla, y la mirada perdida.
Raquel, sin saber cómo abrazó con fuera a Cristina. Ella, al principio, rehusó sus brazos. Pero al ver que no tenía mas que perder, se dejó llevar, mientras salian de sus labios los primeros sozollos sonoros. Cristina temblaba. Raquel también. Pasaron unos segundos. Un par de minutos. Cristina sacó un pañuelo de su bolsillo, y secó sus lágrimas. Al hacerlo y levantar la cabeza, su mirada se volvió a cruzar con la de su amiga Raquel. Pudo contemplar en ellos compasión y cariño, y eso la reconfortó sobremanera.
- Te quiero, Cristina,- balbuceó Raquel mientras detenía sus ojos en su amiga.
- Gracias,- contestó Cristina mientras sus labios recuperaban una dulce y tímida sonrisa...
Una mirada dulce, una caricia tímida, un abrazo a contratiempo, un silencio reconfortante... En ocasiones, bien vale dejar las palabras a un lado, y embarcarse en una aventura de cine mudo. A pesar de que las palabras llenaron, llenan y llenarán cada minuto de nuestra existencia.

lunes, 29 de enero de 2007

La muñeca de Laura

Tras un día lleno de sorpresas, Laura se quedó dormida mientras su padre le leía pausadamente uno de sus cuentos preferidos: la bella durmiente. Siempre había tenido predilección por esa historia. Se imaginaba a menudo ser la bella del cuento, y que se encontraría a su príncipe azul escondido tras la montonera de juguetes que guardaba sin demasiado orden, en una esquina de su dormitorio. Soñaba que lo tomaba de la mano, y que paseaban por cierto parque, mientras el atardecer los acompañaba con sus mejores galas. Hablaban de muchas cosas, competían para ver quién llegaba antes al árbol junto al lago, jugaban al escondite en un campo de girasoles...
Mientras su padre cerraba las cortinas, Laura se abrazó a su muñeca. Nunca dormía sin ella. Era la primera muñeca que recordaba haber tenido. Para ella era muy especial. Era su compañera, su amiga, su confidente. Siempre la llevaba consigo donde quiera que fuera.
Esa noche, por supuesto, no iba a ser menos. La acostaba junto a ella, en el lado izquierdo. La arropaba bien, pues siempre decía que por las noches cogía frío y se resfriaba. Su brazo derecho le abrazaba el cuerpo, y tras realizar un guiño de complicidad a su compañera de cama, con los ojos cerrados, su respiración se acompasó a un ritmo dulce y cadente.
Durmió del tirón toda la noche, y al despertar, se dio cuenta de que estaba girada al lado contrario de su muñeca. Se volvió para darle los buenos días a su amiga, y descubrió que la muñeca no estaba en su lugar. ¡Peque!, gritaba con desesperación. Al oir los gritos, su padre corrió en su busca. Al entrar en la habitación, encontró a Laura llorando. Se acercó a ella, la abrazó y le dio un beso tierno en la mejilla. ¿Qué te ocurre, mi vida?, le preguntó susurrando. Laura le contó lo que le ocurría. Juntos decidieron buscar a Peque. Revolvieron toda la habitación en su busca. Pero no dieron con ella. Laura cada vez lloraba más. Su padre trataba de consolarla, pero no había manera. Era la hora de ir a desayunar para ir al colegio, y Laura no estaba para muchos festejos. Su padre, como pudo, se llevó a la niña a la cocina, y estuvo con ella hasta que se bebió un poco de leche. No quiso nada más. Laura no mencionó palabra en el rato del desayuno. Una vez vestida y con la mochila a cuestas, salió de casa y cogió el autobus que la llevaría al colegio. Pasó la mañana absorta y abducida por sus pensamientos. Creía que Peque la había abandonado para irse con otra compañera de juegos. No atendió en clase, no salió al recreo a jugar con sus amigas. Solo lloraba. Lloraba.
Al salir de clase, y una vez recorrido el trayecto en autobús, llegó a casa. Subió corriendo las escaleras rumbo a su dormitorio. Abrió la puerta con sigilo, como si no quisiera entrar en la habitación. Cerró los ojos. No quería llevarse otra decepción. Entró a ciegas. Se dirigió hacia la cama. Iba palpando con las manos. Por fin llegó al cabecero. Posó sus manos en el colchón. Estaba nerviosa. Sentia que su corazón corría deprisa. Abrió los ojos al fin...
Peque estaba sentada encima de la almohada, con su habitual sonrisa y los brazos abiertos. Laura al verla, comenzó de nuevo a llorar. La cogió suavemente, y la abrazó fuertemente. Su madre, que había encontrado a Peque enredada en las sábanas, la había seguido hasta su dormitorio. Al ver a Laura llorar, entró en la habitación. La niña le contó lo mal que lo había pasado. Su madre, besó a Laura en la mejilla y le dijo: "Laura, no tienes que preocuparte tanto por las cosas. Sabes que Peque no se va a ir de tu lado, porque te quiere mucho. Eres pequeña, y todavía no llegas a comprender, pero es necesario saber afrontar las dificultades con esperanza. No tienes que llorar tanto, ni tienes que estar ausente, ni siquiera tienes que dejar de comer. Vive la vida, cariño, con alegría, con la esperanza puesta que te vas a divertir, en que vas a conocer a amiguitos nuevos, en lo mucho que vas a aprender en el cole... Deja que tus preocupaciones se vayan por donde han venido. Eso sí, mi vida, piensa que la vida está llena de pequeños momentos llenos de dificultades. Pero para eso está papá y está mamá, para ayudarte en lo que necesites..."
Laura no entendió demasiado las palabras de su madre. Sin embargo, el encontrarse de nuevo con Peque le había enseñado algo: cuando anhelas de verdad que algo suceda, lo más normal es que te lleves alguna que otra decepción. Sin embargo, si cierras los ojos y te aferras a la esperanza, es posible que al abrirlos, te encuentres de frente con la realidad que buscabas.
Hoy por hoy, me encantaría tener la inocencia y la esperanza de Laura...

viernes, 26 de enero de 2007

Ante la incertidumbre...

Temor a lo desconocido. Una actitud innata que nos sumerge de lleno en un estado de embriaguez temeraria, que en ocasiones, da lugar a insospechados comportamientos no deseados. Jugar a los médicos con una señorita de primer apellido "ansiedad", no es del todo placentero. Aparece ante nosotros con un halo de diva, ante el que difícilmente, nos podemos resistir. Es necesaria una entereza física y mental, de la que en la mayoría de las ocasiones carecemos por naturaleza. Se instala en nuestro interior, se hace hueco en nuestro corazón y desde allí, domina por completo nuestro raciocinio. De tal manera llega a actuar, que el eco de su voz se propaga a la velocidad de la luz por todo nuestro entorno. Suavemente, con la dulzura propia de las salinas marinas, convierte nuestro yo en puro nerviosismo sistemático. Y da lugar a innumerables actos de un sainete del que no podremos ser nunca directores. A lo sumo, actores de segunda fila, y gracias.

Y yo me pregunto, ¿y para qué? Somos incapaces de cantar otro tema con el que intentar inclinar la balanza hacia el lado de la serenidad, de la paciencia y del sentido común. Nos sentimos atenazados por una sensación tan horrible como absurda. De hecho, lo más común es vernos sumidos en un estado de shock, del que nos cuesta Dios y ayuda salir a flote. Mientras navegamos en un mar revuelto, dejamos que pasen delante de nuestros ojos, tantos momentos y situaciones que van a morir en ese cementerio de instantes olvidados, situado en una parte del alma, de que la no tenemos acceso. No es fácil. Partimos de que es muy difícil. Seguro que sí. Pero tanto como que es posible coger el toro por los cuernos y lidiar con él.

Tomar de la mano las dificultades es un acto de heroicidad suprema. Estamos acostumbrados a vivir con angustia vital. Sustituyamos este sentimiento de acongojo por la seguridad en nosotros mismos. Confiemos en nosotros. Demostremos a la incertidumbre que a pesar de su poder hipnótico, es posible actuar de otra manera. Y eso se hace desde la confianza que suscita darle la importancia correcta a cada momento vivido. Al convertir la preocupación en obsesión, dinamitamos nuestro sistema de flotación, cayendo irremediablemente en un hundimiento paulatino y sin posibilidad de reacción, salvo que acudamos a nuestro propio salvavidas.

Sin embargo, siendo conscientes de lo tenemos encima de nuestras cabezas, es posible continuar adelante. Miremos nuestro corazón, dejemos que brote de él la confianza que necesitamos, echemos un vistazo a la vida de soslayo, y tomemos conciencia que, una vez analizada, mascullada, servida en bandeja de plata, y realizada la digestión pertinente, estamos en disposición de acoger una nueva gira de conciertos de nuestra diva invitada. Y por supuesto, si encontramos en la cola de entrada al show, la mirada tierna de alguien que nos tiende la mano con una sonrisa en los labios...

jueves, 25 de enero de 2007

Echar de menos...

Qué fácil es zambullirse en la melancolía mientras visualizas recuerdos de personas que han pasado y pasan por tu vida a menudo, y que por razones del destino, se encuentran lejos. Incluso las lágrimas se apostan a la puerta de unos ojos, que un poco más cansados que ayer, denotan cierta nostalgia. Podría vivir del pasado... a costa de perder de vista un presente que no va a volver jamás. Es el continuo dilema con el que me encuentro en muchas ocasiones a lo largo de los días. ¿Recordar o vivir? Porque vivir recordando, como que no me sale. Hace mucho tiempo descubrí la importancia de luchar intensamente por cada minuto de vida. Y eso, con la certeza de que estoy en el buen camino (o por lo menos, eso creo con firmeza). Sé que tengo que convivir con el presente, y abrazar el destino como un inmenso regalo (a pesar de no poder abrir el envoltorio que lo cubre con anterioridad). Eso si: el efecto sorpresa sorpresa, que diría alguna, siempre lo tengo en mis manos. Creo que eso es síntoma de que estoy vivo y coleando...

miércoles, 24 de enero de 2007

Por primera vez

Esta mañana al despertar, he sentido la necesidad de agradecer. No siempre me levanto con estos deseos tan elocuentes. Es más, es posible que la mayoría de los días, maldiga alguna que otra vez el pitido del despertador. Sin embargo, hoy he sentido esa inexplicable necesidad para muchos, y lo común para un determinado número de personas.
Gracias por poder vivir un día nuevo. Seguro que lleno de sorpresas. Hay tanto por vivir, que se nos escapan los instantes, los segundos, las horas... pensando en no se qué cosas.
Gracias por ir a trabajar. Si, por ir a trabajar. Se que no es normal decirlo, pero hoy me siento con la entereza necesaria para proclamarlo a los cuatro vientos.
Gracias por tener un techo donde vivir. Mis ojos se llenan de lágrimas de cocodrilo cuando pienso en determinados seres humanos, que no tienen que pagar todos los meses la hipoteca, ni el recibo de la luz, ni el recibo del agua, ni las llamadas 3G del móvil... Si tras esa compasión absurda, lograra concienciarme de verdad, otro gallo cantaría.
Gracias a mis amigos, que en silencio soportan mi existencia. Sin ellos, estoy seguro que mi vida tendría otro sentido; es más, creo que carecería de sentido. Gracias porque a través de los momentos vividos, he aprendido el sentido que debe iluminar mi camino, aunque estemos lejos, aunque la distancia sea a veces más fuerte que el sentimiento.
Gracias a la familia. A la mía personal, por haberme dado la oportunidad de vivir y crear una historia de la nada. Al resto de ella, miles de gracias por ser eso, mi familia.
Y por supuesto, gracias a mi compañera de vida, Silvia. Sin ella, cada minuto de mi existencia estaría totalmente vacío.
Ahhh !! Se me olvidaba. ¡Qué cabeza la mía! Gracias a Dios por haberme llamado por mi nombre, y por haber querido regalarme el mayor de los presentes: la VIDA.