Vivimos tan inmersos en nuestro mundo interior y alrededores, que somos incapaces de cerciorarnos de lo que ocurre tras el borde exterior de nuestro yo personal. Tenemos tan bien fijados nuestros objetivos y nuestros quehaceres diarios, que salirnos del guión nos supone cierto grado de irritabilidad e inconsistencia. Es una lucha absurda y sin sentido. Si lo realmente excitante es volver a escribir cada día en una lengua, aprendiendo a construir edificios de palabras en un idioma diferente. Intentar que cada día no se parezca al anterior, no es una quimera. Y abrir de paso nuestra burbuja al aire fresco, una necesidad.
Hace tiempo que dejé olvidada a un lado del camino una historia que, por torpeza, me llevaba de la mano hasta los últimos capítulos. Cuando realmente, a corazón abierto, estaba en el prólogo, o quizá en el preámbulo de una novela larga y llena de situaciones inverosímiles.
Aparté lo que me unía a la trama, y me alojé en casa de la melancolía, sin pagar renta y con unos vecinos desdeñables. Y por supuesto, ella. Muchas veces olvidé la llave que abría mi cuarto. Nunca me atreví a pedir ayuda. Preferí dar la vuelta y entrar por la ventana, que siempre dejaba entreabierta, con el deseo y el pensamiento de encontrarme de bruces con mi historia cara a cara. Había soñado con ese encuentro miles de veces. Siempre la misma escena: me acercaba al escritorio, cogía la pluma, un poco de tinta negra, y esbozaba garabatos a modo de letras y números que parecían no tener sentido. Pero escribía. Tenía la certeza de estar haciendo lo que me dictaba el alma. Todas las mañanas el mismo sueño, los mismos protagonistas, idénticos trazos de tinta sobre el papel. Y nada más. Faltaba algo.
En ocasiones estuve tentado de salir en su busca; incluso salí de mi habitación al rellano del pasillo. Me quedé delante de su puerta con el puño cerrado y dispuesto a golpear en la madera. En todas ellas me volvía a casa arrepentido. ¿Por qué? Ese interrogante martillea sin cesar en mi cabeza. Yo mismo creaba un mundo paralelo cubierto de excusas sin sentido. Y me aferraba a él como mi único tesoro. Buscar la explicación a una situación inexplicable es tarea más que imposible. Ir más allá de mis excusas baratas significaba solicitar clemencia y pedir perdón. No estaba preparado para olvidar cada minuto de vida que voló sobre mi corazón angustiado. Pero era necesario dejar que las promesas escaparan río abajo, y aferrarme con todas mis fuerzas a una nueva oportunidad.
Esa tarde, al volver a casa, todo se encontraba el mismo lugar. La ventaba entreabierta, el escritorio preparado, la tinta en el frasco antiguo. Busqué en el armario el pantalón y la camisa de los domingos. Quería estar preparado. Un toque de perfume. Bien peinado, aunque con barba de tres días. Me armé de valor y salí al rellano de la escalera. Mi corazón latía con fuerza. Serenidad transformada en impaciencia. A dos palmos de mi destino. Cerré la mano. Lentamente, la acerqué a su puerta. Apreté los ojos. Miles de destellos fugaces sobrevolaron mi cabeza. Sentía la cercanía de mi destino. Lo tenía delante de mí. Solo era cuestión de hacer lo correcto. Lo que perseguía con desesperación estaba detrás de esa puerta. Posé la mano en la madera e hice el gesto para llamar. Al volver la mano atrás para impulsarla hacia la puerta, un chasquido hizo que abriera los ojos. La puerta se abrió delante de mi. Recuerdo luz. Una luz tenue pero infinitamente brillante. Me atreví a pasar al interior. Nervios. Allí estaba. Sentada en su sillón. Reclinada hacia atrás, con una sonrisa en los labios. Corrí a su lado con lágrimas en los ojos. Lo siento, esbocé tímidamente. Me envolvió con su mirada. No recuerdo nada más.
Ahora me encuentro delante de mi escritorio, con la pluma entre mis dedos, con la cabeza alta, y una cita a las ocho. Y lo más importante: unidos de la mano vamos escribiendo la historia...
Busqué la Luna Clara, abracé la Angustia de la vida, y quise ser como Ricardo Corazón de León.