Cristina salió de casa con lágrimas en los ojos. No era capaz de asimilar con rapidez y audacia lo que estaba ocurriendo. Un sentimiento de vacío invadió por completo su corazón. No podía ser. A ella no. ¿Por qué?. ¿Qué le había hecho ella a la vida?... Andaba sin rumbo fijo, a la deriva, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Hacía frío. Su respiración desprendía un vaho lleno de tristeza, que se mezclaba a partes iguales con la niebla gris de la mañana.
Había dejado a sus padres discutiendo en casa. No era la primera vez. No. Era una constante verlos enzarzarse en una guerra absurda de palabras malsonantes e hirientes. Perdían los papeles con demasiada facilidad, y no eran capaces después de organizar una cruzada infinita en busca del sosiego, la tranquilidad y las buenas formas.
Todas las ocasiones en las que se batían en duelo, generaban irremediablemente un estupor y un miedo insuperable en Cristina. Y lo peor de todo es que lo sabían. Conocían con certeza que la niña sufría. Y sufría mucho. Demasiado para una niña de catorce años, inmersa en un mundo adolescente donde no tenía claro su lugar.
Cristina necesitaba hablar. Pero no sabía quién sería la persona adecuada para contarle los secretos de su alma. Tenía que ser alguien especial. Alguien con la que poder compartir sin miedo y sin tapujos una mirada desconsolada, o un abrazo silencioso, o quizá un llanto interminable. Tenía amigas, pero desconfiaba de casi todas ellas. A esa edad lo normal es tener cientos de amigos. Pero no lo es tanto contar con esa persona tan afin a tí, que no sea necesario cruzar palabra alguna para descubrir el argumento de unos ojos de donde brotaba tristeza y desesperación.
Al cruzar la esquina, Cristina se percató que estaba delante de la casa de su amiga Raquel. Alzó la vista y observó que la persiana de su habitación estaba levantada. Se quedó mirando aquella ventana como si viera en ella su única esperanza. Mientras posaba su mirada en ella, Raquel asomó por la misma. Miró hacia abajo, y descubrió a Cristina, agazapada al lado de buzón de correos. Gritó su nombre al viento. Cristina lo escuchó. Con un gesto inconfundible, Raquel la invitó a pasar a casa. Cruzó la calle sin mirar, absorta en su mundo interior, y se acercó a la puerta de entrada. Al principio, no pudo levantar la cabeza. Se sentía humillada. No era capaz de interiorizar lo que le estaba sucediendo. Raquel se acercó lentamente. Muy despacio. Parecía no querer hacer ruido para no despertar en Cristina algo que no conocía. Solo puso sus dedos en el mentón de su amiga, y dulcemente, con un empujoncito, levantó el rostro de Cristina.
Al primer contacto directo con su mirada le invadió por completo un sentimiento de desesperación. Como si de algo contagioso se tratara, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. No, no puedo llorar, se decía. En silencio, las dos entraron en la casa. Sin mediar palabra ascendieron las escaleras, y subieron a la planta superior. Al girar a la izquierda, se encontraba la habitación de Raquel. Abrió la puerta, y las dos entraron en el cuarto. Se sentaron en la cama, una al lado de la otra. Ni una sola palabra brotó de sus labios. Raquel, que no sabía exactamente lo que ocurría, se encontraba medio paralizada. Temía realizar alguna acción que supusiera más dolor e intranquilidad a su amiga. Cristina permanecía inmóvil, con lágrimas en su mejilla, y la mirada perdida.
Raquel, sin saber cómo abrazó con fuera a Cristina. Ella, al principio, rehusó sus brazos. Pero al ver que no tenía mas que perder, se dejó llevar, mientras salian de sus labios los primeros sozollos sonoros. Cristina temblaba. Raquel también. Pasaron unos segundos. Un par de minutos. Cristina sacó un pañuelo de su bolsillo, y secó sus lágrimas. Al hacerlo y levantar la cabeza, su mirada se volvió a cruzar con la de su amiga Raquel. Pudo contemplar en ellos compasión y cariño, y eso la reconfortó sobremanera.
- Te quiero, Cristina,- balbuceó Raquel mientras detenía sus ojos en su amiga.
- Gracias,- contestó Cristina mientras sus labios recuperaban una dulce y tímida sonrisa...
Una mirada dulce, una caricia tímida, un abrazo a contratiempo, un silencio reconfortante... En ocasiones, bien vale dejar las palabras a un lado, y embarcarse en una aventura de cine mudo. A pesar de que las palabras llenaron, llenan y llenarán cada minuto de nuestra existencia.