Rebeca descolgó el teléfono. No sabía si hacer o no esa llamada. Su corazón le empujaba; su cabeza, hacía retroceder su mano cuando se proponía marcar en el teclado numérico. Temblaba. Era un temblor nervioso. Tenía que dar un giro brusco para poder colocar las cosas en el lugar del cual nunca deberían haber salido. Quizá no era demasiado tarde para llegar a buen puerto. Sin embargo, algo en su interior no la dejaba con la tranquilidad suficiente. Volvió a colgar el auricular. Cruzó sus piernas en el sofá. Sentía frío. Alcanzó una pequeña manta de la silla que tenía al lado. Se la colocó por encima. Al instante, comenzó a percibir que la temperatura se hacía más liviana. Su corazón bombeaba con irregularidad, demasiado deprisa. Tengo que calmarme, pensó. Respiró hondo, y pensó en algo que la tranquilizara. A su memoria volvieron imágenes del pasado. En ellas podía contemplar como su sonrisa era la dueña de cada escena. Y no estaba sola. Agustín estaba con ella. Rebeca se veía reflejada a si misma disfrutando de un paseo por el parque, junto a su mejor amigo. Reían y reían. Hablaban y hablaban. Sin parar. Era un concierto a dos voces con una musicalidad exquisita. Recordaba casi a la perfección cada parte de la conversación que ambos mantuvieron aquella tarde de primavera. No había secretos entre ellos. Parecían una sola alma, un solo individuo. Conversaron abiertamente sobre sus sentimientos, sobre sus preocupaciones, sobre sus familias, sobre la vida... Una tarde llena de sorpresas a contratiempo, quedando sumergidos en un éxtasis amistoso del que no querían salir jamás.
Un golpe de aire que cerró una ventana entreabierta, sacó de su mundo interior a Rebeca, devolviéndola a la realidad. Volvió en sí. Se percató de que lloraba cuando una lágrima se deslizó de su mejilla y fue a caer en su mano. Enseguida cerró los ojos, intentando contener el torrente que parecía venir de su interior. Miró de soslayo el teléfono. Silencio. Se acercó un poco más a la mesita que lo sustentaba. Acercó su mano otra vez. Descolgó. Escuchó el tono. Empezó a marcar. Su mano temblaba de nuevo. No lo pudo resistir. Colgó.
Gritó de desesperación. No era capaz. No encontraba las fuerzas necesarias para hacer lo que quería hacer. No tuvo la entereza necesaria para conservar aquello en que la vida le iba. De nuevo, el recuerdo de aquella tarde le sobrevino. Risas y risas. Carreras cortas entre los álamos. Instantes de sosiego junto al manantial de agua cristalina. Era el mundo perfecto. Hubiera vivido en él toda la vida. Cerró los ojos. Dejó volar su imaginación. Al abrirlos, se descubrío recostada en el sofá, con los ojos enrojecidos.
Tras esa tarde que rozó la mas abosluta perfección, Agustín y Rebeca volvieron a casa. Se encontraban exhaustos tras un atardecer digno de una buena película romántica. Ninguno de los dos quería mostrar sus verdaderos sentimientos. Eran muy buenos amigos. Eran, respectivamente, sus mejores amigos. Sin embargo, en su corazón latía algo más que amistad. Rebeca, se había enamorado perdidamente de Agustín. Y él, comenzaba a sentir en su estómago un cosquilleo especial cuando se encontraba a su lado. Ninguno de los dos tuvo el impulso necesario para dar el salto. Tuvieron miedo. Miedo a romper el hilo que los unía. Inseguridad al no sentirse correspondidos, quizá. Rebeca hizo un ademán de coger la mano de Agustín, pero en el último momento, la retiró con rapidez. Agustín, pensaba en la manera más dulce de decirle a Rebeca que estaba empezando a enamorarse de ella. Pero en una de las miles de miradas que cruzaron durante el camino a casa, vio tal felicidad en su amiga, que no tuvo valor para regalarle lo que su corazón sentía.
Al cruzar uno de los puentes que unía el parque con la avenida que conducía al centro de la ciudad, Agustín resbaló. Golpeó su cabeza con uno de los pilares de sujeción de la barandilla metálica que se situaba a ambos lados del paso. Rebeca quedó paralizada. El chico murió en el acto...
Rebeca comenzó de nuevo a llorar. No tenía consuelo. No había nada en el mundo que pudiera paliar el dolor que sentía su corazón. Se incorporó, y volvió su mirada a la ventana. El viento había dejado de golpear los cristales. Todo permanecía en quietud.
La puerta de la habitación se abrió, y una enfermera cargada con una bandeja de medicación cruzó la estancia. Al llegar junto a Rebeca, la recostó nuevamente en el sofá, y arregló un poco la manta que la cubría. ¡Ayy cariño, no mires más el teléfono, mi vida!, le decía con amor maternal.
Tras el suceso, Rebeca entró en una depresión profunda, y fue internada en un centro de asistencia mental, a las afueras de la ciudad. Su mente continuaba anclada en el pasado. Desde el accidente, nunca más pronunció palabra alguna. Siempre se encontraba al lado del teléfono. Su único pensamiento consistía en llamar a Agustín para decirle que lo amaba...
La inseguridad personal vive instalada en nuestro corazón. Hacerle hueco a la confianza en uno mismo y en sus posibilidades, es a menudo tarea más que imposible. Sin embargo, una vez que uno es consciente de sus limitaciones, puede cambiar un estilo de vida por otro. Creer que podemos ser capaces de mejorar, sin dejar atrás aquello que nos ha hecho bien, es fundamental para el desarrollo integral de la persona. Abrazar nuestra debilidad para convertirla en fuerza para seguir adelante es la mejor manera de afianzar nuestra autoestima. Basta con observar la vida tal como es, sin dejar que las situaciones que podamos vivir minen nuestra confianza a la hora de sobreponerse a las dificultades. Cada alto en el camino nos supondrá un esfuerzo al límite de nuestras posibilidades. No desfallezcamos si no conseguimos llegar a la meta en un primer momento. Apoyemos nuestra carga en aquellos que nos aman y que caminan a nuestro lado, y nos daremos cuenta que al compartir nuestra carga, viajaremos más ligeros. Busquemos el momento oportuno para regalar lo que nuestro corazón siente en cada instante.
¡ Feliz Pascua de Resurrección a todos !!
1 comentario:
Me parece muy fuerte la historia que cuentas,me hace pensar e incluso se me escapan unas lagrimas.
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