martes, 17 de abril de 2007

Mesario

El día de hoy podría pasar desapercibido como uno más del calendario. A simple vista, no tiene un significado especial. Sin embargo, para mí encierra un contenido especial.
Al llegar la primavera, como que el estado de ánimo cambia un poco. Olvidamos la común tristeza y añoranza del otoño y del invierno, para instalarnos en una cierta alegría que aumenta según avanzan los días. Las horas de sol que nos acompañan se hacen más intensas. Las nubes, aunque las hay, dejan paso a los rayos del astro rey.
Hace ya algunos años que decidí comenzar una aventura en común con la persona que ahora llena todos mis días. Recuerdo con facilidad nuestro comienzo, no exento de dudas e inseguridades, como cualquier pareja que decide empezar a conocerse en profundidad. Paseos por el parque agarrados de la mano, sin pensar mas que el momento presente que vivíamos. Problemas propios de la edad que intentábamos solucionar con nuestros medios, sin la sapiencia que te da la vida con el paso de los años. Al recordar, me doy cuenta que habría sido posible afrontar las dificultades con otro talante, y otra manera de actuar. Pero no tengo la certeza absoluta de que si volviera a encontrarme de bruces con aquel tiempo, mis reacciones hubiesen preferido la otra cara de la moneda. Es más, casi doy por seguro que hubiera seguido el mismo guión que empleé en aquellas funciones.
¿Cómo es posible que dos almas tan distintas, venidas de familias con tradiciones similares pero opuestas, con unos valores semejantes´pero en distinto orden de prelación, pudieran llegar a ese estado de mutua atracción? No hablo solamente del físico, que lo hubo, lo hay y lo habrá. Sino el espiritual. Regresan a mi memoria momentos de dificultad. No lográbamos encontrar la solución adecuada. Pero nos manteníamos unidos. He llorado mucho. Bueno, hemos llorado mucho. En ocasiones la ofuscación se adueñaba de nuestros momentos, convirtiéndolos sencillamente en pesadillas que duraban días. Imagino que tienen que ver con la sensación de querer que las cosas vayan bien siempre. Y eso, a medida que vas cumpliendo años, resulta que es del todo imposible. Hubo momentos de oscuridad, como también los hubo de perfecta claridad. La relación se forjó en la confianza y en el respeto por el otro. Ella me amaba, a su manera, y yo le correspondía a la mía. Cuando lo suyo y lo mío entrelazaban sin hacer ruido, la sensación de enamoramiento adolescente era abrumadora. Las veces en que, por diversas razones, no conectábamos del todo, los instantes nos daban la espalda. Incluso a veces, con un grado de sopor un tanto insportable.
A medida que la relación avanzó en el tiempo, los pilares de nuestra vida en común, fueron asentándose en el terreno. Y también eran distintos los problemas que sobrevenían. Pero ahora los podíamos afrontar con cierto aire de arrogancia, pues conocíamos un secreto que nos ayudaba a superarlos. Ese secreto que aún sigue siéndolo, terminó por modelar una escultura, que presentamos a Dios y al mundo un 10 de agosto de 2002. Ese día fue el final de una etapa, tan conmovedora como difícil, tan pasional como sencilla, tan llena de sorpresas como de regalos de segunda fila.
Nunca fue fácil abandonar la tierra donde uno se hizo hombre. O por lo menos, medio hombre. Quizá ese destierro elegido ha terminado por ir llenando nuestras alforjas de ciertos elementos que nos ayudan a soportar la carga de no tener a la familia a nuestro lado. No es sencillo volar sin el cobijo acostumbrado de unos padres; tampoco lo es, correr por senderos llenos de decisiones cuando es imposible pedir consejo a un hermano. Sin embargo nuestra elección, motivada por la elección laboral escogida, pienso que fue la correcta. Dios nos irá diciendo con el correr del tiempo, si escogimos la opción que más convenía a nuestra vida.
Siempre he pensado que nuestra vida está escrita en un gran libro. Y cada situación que vivimos puede leerse con todo lujo de detalles en sus páginas. Dios mueve sus hilos, y nosotros tratamos de seguirlos en la medida de nuestras posibilidades. A veces me he preguntado que nos puede deparar la vida. Y he encontrado la respuesta cada vez que me he cuestionado ese interrogante. Y además es muy sencilla: vive el momento presente como si fuera el último, y prepara con amor e ilusión el futuro inmediato. Guarda en tu corazón cada instante vivido con amor, y aprende de tus errores. Abraza las dificultades y descubre que tras ellas se te brinda la oportunidad de empezar de nuevo. Y en la medida de posible, afronta cada situación con una sonrisa en los labios. Quien sabe si con ese simple gesto sin esfuerzo, puedes regalar alegría y satisfacción a la persona que tengas a tu lado en cada momento.
Finalmente, quisiera agradecerte a tí, cariño, que me has dado y me das la oportunidad de despertar a tu lado todos los días. Haces que me sienta alegre, lleno de felicidad, y con ganas de mirar al futuro con esperanza.
Un deseo: permanecer unidos y buscar juntos aquello que nos traerá la verdadera felicidad.
Te quiero.

lunes, 16 de abril de 2007

En el momento oportuno

Rebeca descolgó el teléfono. No sabía si hacer o no esa llamada. Su corazón le empujaba; su cabeza, hacía retroceder su mano cuando se proponía marcar en el teclado numérico. Temblaba. Era un temblor nervioso. Tenía que dar un giro brusco para poder colocar las cosas en el lugar del cual nunca deberían haber salido. Quizá no era demasiado tarde para llegar a buen puerto. Sin embargo, algo en su interior no la dejaba con la tranquilidad suficiente. Volvió a colgar el auricular. Cruzó sus piernas en el sofá. Sentía frío. Alcanzó una pequeña manta de la silla que tenía al lado. Se la colocó por encima. Al instante, comenzó a percibir que la temperatura se hacía más liviana. Su corazón bombeaba con irregularidad, demasiado deprisa. Tengo que calmarme, pensó. Respiró hondo, y pensó en algo que la tranquilizara. A su memoria volvieron imágenes del pasado. En ellas podía contemplar como su sonrisa era la dueña de cada escena. Y no estaba sola. Agustín estaba con ella. Rebeca se veía reflejada a si misma disfrutando de un paseo por el parque, junto a su mejor amigo. Reían y reían. Hablaban y hablaban. Sin parar. Era un concierto a dos voces con una musicalidad exquisita. Recordaba casi a la perfección cada parte de la conversación que ambos mantuvieron aquella tarde de primavera. No había secretos entre ellos. Parecían una sola alma, un solo individuo. Conversaron abiertamente sobre sus sentimientos, sobre sus preocupaciones, sobre sus familias, sobre la vida... Una tarde llena de sorpresas a contratiempo, quedando sumergidos en un éxtasis amistoso del que no querían salir jamás.
Un golpe de aire que cerró una ventana entreabierta, sacó de su mundo interior a Rebeca, devolviéndola a la realidad. Volvió en sí. Se percató de que lloraba cuando una lágrima se deslizó de su mejilla y fue a caer en su mano. Enseguida cerró los ojos, intentando contener el torrente que parecía venir de su interior. Miró de soslayo el teléfono. Silencio. Se acercó un poco más a la mesita que lo sustentaba. Acercó su mano otra vez. Descolgó. Escuchó el tono. Empezó a marcar. Su mano temblaba de nuevo. No lo pudo resistir. Colgó.
Gritó de desesperación. No era capaz. No encontraba las fuerzas necesarias para hacer lo que quería hacer. No tuvo la entereza necesaria para conservar aquello en que la vida le iba. De nuevo, el recuerdo de aquella tarde le sobrevino. Risas y risas. Carreras cortas entre los álamos. Instantes de sosiego junto al manantial de agua cristalina. Era el mundo perfecto. Hubiera vivido en él toda la vida. Cerró los ojos. Dejó volar su imaginación. Al abrirlos, se descubrío recostada en el sofá, con los ojos enrojecidos.
Tras esa tarde que rozó la mas abosluta perfección, Agustín y Rebeca volvieron a casa. Se encontraban exhaustos tras un atardecer digno de una buena película romántica. Ninguno de los dos quería mostrar sus verdaderos sentimientos. Eran muy buenos amigos. Eran, respectivamente, sus mejores amigos. Sin embargo, en su corazón latía algo más que amistad. Rebeca, se había enamorado perdidamente de Agustín. Y él, comenzaba a sentir en su estómago un cosquilleo especial cuando se encontraba a su lado. Ninguno de los dos tuvo el impulso necesario para dar el salto. Tuvieron miedo. Miedo a romper el hilo que los unía. Inseguridad al no sentirse correspondidos, quizá. Rebeca hizo un ademán de coger la mano de Agustín, pero en el último momento, la retiró con rapidez. Agustín, pensaba en la manera más dulce de decirle a Rebeca que estaba empezando a enamorarse de ella. Pero en una de las miles de miradas que cruzaron durante el camino a casa, vio tal felicidad en su amiga, que no tuvo valor para regalarle lo que su corazón sentía.
Al cruzar uno de los puentes que unía el parque con la avenida que conducía al centro de la ciudad, Agustín resbaló. Golpeó su cabeza con uno de los pilares de sujeción de la barandilla metálica que se situaba a ambos lados del paso. Rebeca quedó paralizada. El chico murió en el acto...
Rebeca comenzó de nuevo a llorar. No tenía consuelo. No había nada en el mundo que pudiera paliar el dolor que sentía su corazón. Se incorporó, y volvió su mirada a la ventana. El viento había dejado de golpear los cristales. Todo permanecía en quietud.
La puerta de la habitación se abrió, y una enfermera cargada con una bandeja de medicación cruzó la estancia. Al llegar junto a Rebeca, la recostó nuevamente en el sofá, y arregló un poco la manta que la cubría. ¡Ayy cariño, no mires más el teléfono, mi vida!, le decía con amor maternal.
Tras el suceso, Rebeca entró en una depresión profunda, y fue internada en un centro de asistencia mental, a las afueras de la ciudad. Su mente continuaba anclada en el pasado. Desde el accidente, nunca más pronunció palabra alguna. Siempre se encontraba al lado del teléfono. Su único pensamiento consistía en llamar a Agustín para decirle que lo amaba...
La inseguridad personal vive instalada en nuestro corazón. Hacerle hueco a la confianza en uno mismo y en sus posibilidades, es a menudo tarea más que imposible. Sin embargo, una vez que uno es consciente de sus limitaciones, puede cambiar un estilo de vida por otro. Creer que podemos ser capaces de mejorar, sin dejar atrás aquello que nos ha hecho bien, es fundamental para el desarrollo integral de la persona. Abrazar nuestra debilidad para convertirla en fuerza para seguir adelante es la mejor manera de afianzar nuestra autoestima. Basta con observar la vida tal como es, sin dejar que las situaciones que podamos vivir minen nuestra confianza a la hora de sobreponerse a las dificultades. Cada alto en el camino nos supondrá un esfuerzo al límite de nuestras posibilidades. No desfallezcamos si no conseguimos llegar a la meta en un primer momento. Apoyemos nuestra carga en aquellos que nos aman y que caminan a nuestro lado, y nos daremos cuenta que al compartir nuestra carga, viajaremos más ligeros. Busquemos el momento oportuno para regalar lo que nuestro corazón siente en cada instante.
¡ Feliz Pascua de Resurrección a todos !!