Raquel y David caminaban por uno de los senderos de la margen derecha del río. El atardecer acompañaba sus pasos, iluminando cada resquicio oculto del camino. Sus pasos eran lentos, parsimoniosos. Delataban inquietud y desasosiego. Caminaban con la cabeza agazapada en su pecho, absortos en un mundo interior que no les permitía la salida. Normalmente, sus manos iban entrelazadas mientras paseaban. Esa tarde, no existía contacto piel con piel. De vez en cuando, alguna lágrima escapaba de los ojos de Raquel, y bajaba como un rayo hacia la tierra. Impacto silencioso al oído humano, lleno de dimensión para los diminutos seres vivientes, que eran testigos de su caminar.
Habían discutido. Habían empleado palabras y frases fuera de sentido y total control. El volumen de su voz no era esencialmente elitista. Más bien, altanero y socarrón. Aspavientos y gestos en el aire, acompañaban cada exposición. Subían por una escalera con proporciones gigantescas. Cada escalón, les permitía ver por encima del hombro al otro, dejándoles en una posición de preeminencia, que era relegada rápidamente, al poner en marchar nuevos argumentos insolentes. Un toma y daca sin igual. Una batalla en la que dilucidar quién serían los vencidos. Porque al fin y al cabo, una discusión, dificilmente deja un vencedor.
La guerra por llevar la razón se había convertido en la base de una relación que cada día tenía nuevas intrigas. Con el paso del tiempo, un mejor conocimiento mutuo, y ganas de complicar la vida, ambos se habían embarcado en un crucero con destino a la mediocridad y a la sinrazón. Navegaban sin rumbo fijo, con la esperanza de que una vez llegados a puerto, la divina providencia les proporcionara la suficiencia necesaria. Pero, ¿para qué? ¿Para volver a montar un circo por cuatro miserables tonterías? ¿Para llenar de sentido días en los que no me he sentido bien? ¿Para echar la culpa sobre los hombros de quien pienso que me pertenece?
Dificil solución para quien busca en la discusión y en el enfrentamiento su bandera.
David, al que solía acompañarle la buena fortuna en cuanto a discusiones se refiere, hablaba con una incorrecta sabiduría. Mientras, en el otro lado de las cuerdas, Raquel observaba los puntos flacos del discurso de su amante, tomando nota de cada palabra, de cada emoción librada. Y llegado el momento, se lanzaría al cuello de su argumentación como una fiera salvaje...
Continuaban caminando inmersos en sus pensamientos interiores. Cuánto cuesta salir de ese autobús en marcha. Cuánto cuesta reconocer que tras cada palabra hay trozos de cristal a modo de bomba de racimo. Cuánto tiempo se necesita para verificar que cada uno de ellos quiere el trono de su apasionada relación, sabiendo a ciencia cierta que solamente unidos pueden reinar...
La tarde moría en el horizonte, mientras el sol habíase marchado a descansar. Una luz tenue cubría el cielo. David levantó su cabeza. Raquel despertó de su sueño. Cruzaron miradas. Un segundo, Volvieron a esconder la mirada. El camino se acababa. La soledad buscada para amarse sin control, quedaba bastantes metros atrás. Paseaban medianamente juntos. Unos centímetros separaban dos cuerpos sin vida aparente. Si se afanaban en oir el ruido de la vida, era posible escuchar los latidos de dos corazones. David aumentó el ritmo de su marcha, de manera que en pocos pasos ya estaba por delante de Raquel. Ella, sumida en una tristeza conocida, no se percató de nada. Cuando Raquel quiso darse cuenta, casi tropieza con el cuerpo de David. La estaba esperando. Era su momento.
Volvieron a intercambiarse miradas de soslayo. No podían mantener los ojos en ciernes. Parecía un juego imposible. David estuvo a punto de tirar la toalla. Raquel observaba. David alzó su mano buscando la de ella. La encontró fría, húmeda y solitaria. Acercó su otra mano, y masajeo ligeramente para ofrecer algo de calor. Volvieron a mirarse. Esta vez si consiguieron suspender la vida en sus miradas. No se escuchaba nada. Solamente los latidos fuertes y acompasados de cada uno de sus corazones. Era el momento. Único instante...
Buscar el sentido real a una discusión, no es del todo sencillo. Viajar en el vaivén de la confrontación, nos lleva a situaciones de las que normalmente nunca salimos airosos. Cierto es que para dar dar por finiquitado un instante de esos, hay respirar hondo, e investigar serenamente el motivo de tal intromisión. Yo mismo podría decirme que las palabras se las lleva el viento. Que cuando uno está enfrascado en una batalla liguística, manda la sinrazón, mientras el corazón permanece en el banquillo.
Ahora bien, personalmente me niego a claudicar ante semejante soez. Si discuto es porque no he hecho las cosas convenientemente bien; o por menos, con la conciencia tranquila. Tras cada discurso malsonante se esconden miedos, incertidumbres, anhelos, que por alguna razón no han salido a la luz mundana. Quizá sea posible evitar discutir si dejamos nuestro corazón abierto de par en par, listo para engullir todo aquello que ocurre a lo largo de cada día de vida. Solamente de esta manera, podremos llegar a convencernos de que las palabras nacen del corazón. Y si de él brotan, no harán daño alguno. Si convencemos a nuestro lenguaje de no pasar por el camino de la razón impuesta, seguro que nuestro raciocinio, ese que vive en nuestra cabezota, dé el visto bueno a cada palabra emitida dulcemente por nuestra voz.
Y si de todas formas, seguimos discutiendo... siempre tenemos la oportunidad de volver a empezar. Aunque una cosa posee cierta certeza natural: evitar el daño hacia la persona que tenemos al lado, y amarla sin condición, debería ser nuestro único trabajo en la tierra.
David y Raquel lo entendieron mirándose a los ojos, y entregándose un te quiero bajo la luz de una luna creciente...
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