A medida que vamos creciendo, vamos tomando conciencia de muchos temas que, a veces por la inocencia, y a veces por mal entendimiento, no llegábamos a comprender. Aunque, si bien es verdad, por los ojos de un niño se ve la vida de una forma más clarividente. Con el tiempo nos empeñamos en complicar cada situación. Es como si fuera nuestro deporte favorito. Y luego, ¿para qué?. Para darse cuenta de que no hacía falta enrevesar nada.
En ocasiones, el paso del tiempo nos brinda a brazos abiertos un nuevo modelo de persona. Mucho más atractivo, inteligente -según se vea- y quizá hasta con ciertos aires de glamour. Si nos dejamos llevar, y caemos en la redes de la indiferencia, crearemos conflictos interiores.
Lidia trabajaba de asistenta social en un centro de menores. Tenía la posibilidad de analizar en profundidad muchas historias desgarradoras de niños que llegaban al centro, tras quedar huérfanos de casi todo. Podía comprobar en directo como llora un niño que ha perdido a sus padres en un accidente de tráfico, y del que la familia más cercana no quiere hacerse cargo. O aquel chaval rebelde, que pensaba que robar era un medio para ganarse la vida; y ganó, es verdad. Ganó estar de correccional en correccional. Trataba de no implicarse demasiado en cada historia. Pero a veces resultaba imposible.
Una mañana al llegar al despacho, se encontró con Miriam. La chica, de dieciocho años, estaba acurrucada junto a la puerta de entrada. Temblaba. Parecía tener frío. Lidia se acercó rápidamente, y se sentó junto a ella. Se quitó el abrigo que traía, y cubrió el cuerpo helado de Miriam. La abrazó con fuerza y la invitó a levantarse y a entrar en el despacho. El centro se comunicaba con la pequeña oficina a través de un patio interior, con una puerta que casi siempre estaba abierta. No en vano, Lidia programaba visitas a cada uno de los internos.
Una vez dentro, puso en marcha la calefacción y encendió la máquina de hacer café. Al instante, una taza humeaba en el centro de la habitación. Todo ello, sin mediar palabra. Le acercó el café, y Miriam bebió lentamente. Ya parecía tener mejor color. Se despojó del abrigo de Lidia, y posó sus ojos en la asistente social. Estaban sentadas una enfrente de la otra. Lidia tendió su mano por encima de la mesa, buscando la mano de Miriam. Pero no encontró lo que buscaba. Cinco minutos desde que entraron, y sin mediar palabra alguna entre ambas. Aun siendo una situación cotidiana, Lidia no podía soportar estar en silencio. Respetaba, eso sí, que cada cual se comportara según los dictados de su corazón; pero no era capaz de comprender los silencios cuando no te sientes bien.
Miriam apuró el café rápidamente. Paró de llorar. Secó sus lágrimas con la manga de un top ajustado color crema que llevaba puesto. Lidia estaba dispuesta a romper el hielo, pero no sabía por donde empezar. Se levantó al archivo que tenía a sus espaldas, y buscó el expediente de Miriam. En ese instante, todo comenzó a suceder.
-Lidia,- tímidamente balbuceó la chica
-Miriam, cariño. Dime,- expresó con dulzura
Miriam se levantó de la silla y fue corriendo a abrazarse con Lidia. La asistenta social la abrazó con ternura maternal. Otra vez el silencio se apoderó de la sala. Miriam se sentía reconfortada sus brazos. Volvieron a sentarse cada cual en su lugar. Lidia le preguntó que como se sentía, y ella empezó a relatar su historia, su propia historia. Mientras se mordía las uñas, Miriam le contaba como había llegado a estar en esta situación. De pequeña siempre le había gustado ser la primera en todo. Tenía ese afán infantil de llamar la atención constantemente, para que todo el mundo le hiciera caso. Algo, por cierto, totalmente natural. Con el paso de los años, continuó copando el interés de la familia. Se sentía importante, muy importante. Y no era para menos. Sin embargo, esa posición fuerte de dependencia de estar en el centro del huracán, le traería ciertos comederos de cabeza. Acostumbrada a todo, empezó a descubrir que la nada también existía. Con quince años, decidió que la vida en familia ya no era para ella, y barruntó irse de casa de la noche a la mañana. Sus padres intentaron hacerle cambiar de opinión para que se quedara. Pero no consiguieron mas que pasar un mal trago. Miriam, convencida de que sus padres lo intentarían todo por ella, se dio cuenta de que se encontraba sola por primera vez en la vida. Tenía las maletas en la puerta, un billete de tren en el bolso, algo de dinero ahorrado de las fiestas de cumpleaños, y un destino totalmente incierto que se abría paso delante de sus jóvenes y confiados ojos.
Mientras Miriam le contaba su historia, con sus propias palabras, Lidia iba sumergiéndose en la historia con pasión. Observaba cada gesto de la chica, y fijaba su atención en la manera que tenía de expresar sus sentimientos. Miriam, vendió el billete de tren, y se quedó el dinero para sí. Deambuló por la ciudad. Dormía en casa de alguna de sus amigas, hasta que el dinero voló. Tentada en muchas ocasiones de llamar a casa y volver, cuando escuchaba la voz tierna de su padre al descolgar, el mundo se le venía encima. Nunca fue lo suficientemente fuerte para decir lo siento y regresar. En esa situación pasó dos años y medio. Hasta que conoció de la existencia del centro en el que trabajaba Lidia. Al llegar, quiso llamar a sus padres y decirles que estaba bien, que no se preocuparan. Había vuelto a estudiar, y volvía contar con la amistad de nuevos amigos, casi todos conocidos en sus reuniones diarias en el centro. Sin embargo, nunca más le volvieron a coger el teléfono. Trató de localizarlos con la ayuda del personal de la institución. Hasta que un día, le llegó una noticia: sus padres habían muerto en un accidente días atrás.
Desde entonces, llevaba sumida en una terrible depresión. Ahora si que era verdad que se encontraba sola. Había soledad en su corazón. Recordaba sus años de niñez, donde siempre era la estrella de la película. Cómo la miraban orgullosos sus padres, que lo habían dado todo por ella. Y ahora le venía el típico y no menos terrible sentimiento de culpabilidad. Se separó de lo que le daba sentido a su vida: su familia. Prefirió buscar en solitario algo de lo que ni siquiera tenía certeza de que podía existir. Se aferró a una idea que para ella tenía sentido. Pero se dio cuenta el mismo día de su partida que estaba equivocada. Cuantas veces intentó saltar la valla de su propio yo para salir corriendo en busca del cariño infinito que encontraría en casa.
Lidia escuchaba con atención, mientras sus ojos se enrojecían por momentos. Miriam terminó de contarle sus impresiones, y con un sincero "gracias" salió del despacho. Lidia se reclinó en su silla, y trató de ordenar sus ideas. Pasó toda la mañana intentando buscar las palabras adecuadas que pudieran ayudar a Miriam. Le dejó una nota en su habitación citándola para la tarde.
Miriam nunca llegaría a la cita. Tras la comida, se encerró en su habitación. Tomó una foto antigua de sus padres con ella en una fiesta de cumpleaños, y sonrió. La dejo encima de la cama. Extrajo de su bolso una jeringuilla cargada con un líquido transparente. Ató la goma elástica por encima del codo, y con la ayuda de sus dientes, la apretó. Lentamente, introdujo la aguja en la vena, y con el dedo pulgar, apretó el émbolo hacia dentro. Se tumbó en la cama, y esperó.
Lidia, al ver que no llegada, se acercó a su habitación. La encontró cerrada, por lo que solicitó a un compañero la llave. Al abrir la puerta, se encontraron sin vida a una adolescente de dieciocho años...
Hay ocasiones en las que tomamos decisiones a la ligera, sin tener en cuenta las posibles consecuencias de nuestros actos a corto y largo plazo. Y no es posible saberlo a ciencia cierta, pero si podemos poseer una pequeña dosis de certeza de lo que puede ocurrir. Dejar a un lado lo que nos une por buscar nuevos horizontes, a veces es casi incomprensible. Tomar nota de lo bueno que tenemos para afrontar un futuro inmediato e incierto, no es algo descabellado. Tirar por la borda toda nuestra vida anterior, es quizá caminar por un sendero estrecho. Tratar de buscar en el exterior, lo que ya tenemos dentro de nuestro corazón, es posiblemente inusual. Desaprovechar los momentos que la vida nos regala para compartir nuestra alegría por nuestros logros vitales, da sensación de extrañeza. Olvidar a menudo cual es la fuente que nos proporciona sustento, es un error consumado.
Equivocarse al tomar el camino es síntoma de humanidad. Acudir a la sabiduría para rectificar llegado el momento, es nuestro vivir diario. Y nos podemos preguntar cuál es la verdadera sabiduría. Quizá sea la que nace del corazón, y nos mueve lentamente por la vida. O tal vez, la que tomamos prestada de las personas que nos quieren. O tal vez, la que brota de la amistad. O posiblemente, la que nos brinda cada momento de debilidad...
Abrir el alma de par en par y compartir lo que en ella vive, es nuestro destino.